I. Ixión, tu nombre está maldito
Ixión fue un rey de los lápitas en Tesalia, hijo de Flegias según algunas tradiciones, aunque otras fuentes lo hacen descendiente de Antión y Perimela o incluso de Ares.
Su historia comienza con un crimen que lo convirtió en un proscrito: tras casarse con Día, hija de Eioneo o Deyoneo, prometió ricos presentes por la boda, pero incumplió su palabra. Fingiendo reconciliarse con su suegro, lo invitó a un banquete y lo hizo caer en un hoyo con brasas y fuego, asesinándolo. Este acto fue considerado el primer homicidio de sangre en la genealogía griega y lo marcó como impuro, rechazado incluso por los sacerdotes cuando pidió limpiar su falta.
Apolodoro y Píndaro coinciden en que el crimen lo convirtió en símbolo de impiedad: la mancha de sangre lo apartó de hombres y dioses, y lo hizo proscrito, incapaz de recibir hospitalidad ni purificación.
En la mentalidad griega, derramar sangre de un pariente cercano era un acto que rompía el orden cósmico y social. Esa impureza no se borraba fácilmente: requería ritos de purificación, y aun así, la memoria del crimen quedaba como una marca. Por ello, nadie quería convivir con Ixión ni recibirlo en sus ciudades, indigno de participar en los sacrificios y de recibir hospitalidad divina.
II. Hera, Néfele y el alumbramiento de los Centauros
Compadecido, Zeus lo acogió en el Olimpo, pero Ixión no supo ser digno de la clemencia divina. En lugar de mostrar gratitud, intentó seducir a Hera, esposa de Zeus. Para castigarlo, el dios creó una nube con la forma de Hera, llamada Néfele, con la que Ixión se unió. De esa unión nació Centauro, antepasado de los centauros, una raza híbrida que simboliza la mezcla de lo humano y lo animal.
Este episodio es narrado por Higino en sus “Fábulas”, donde se explica que Zeus, para desenmascarar la insolencia de Ixión, ideó la nube como trampa. Diodoro Sículo, en su “Biblioteca Histórica”, añade que la unión con Néfele fue vista como una transgresión que dio origen a una raza salvaje cuya naturaleza indómita reflejaba la desmesura de su progenitor.
Pero no todos los centauros comparten la naturaleza violenta y transgresora que se atribuye a los descendientes de Ixión. La gran excepción es Quirón, cuya figura se aparta radicalmente de esa imagen. Claro que Quirón tiene un origen diferente, como hijo de Crono y de la oceánide Filira, su origen divino le confiere una base más noble y sabia. A diferencia de sus congéneres, Quirón no fue expulsado ni condenado, sino que vivió en armonía con los dioses y los héroes.
III. El castigo eterno en el Tártaro
El castigo de Ixión fue ejemplar y eterno. Zeus lo condenó a ser atado a una rueda de fuego que gira sin cesar en el Tártaro. Esta rueda ardiente, que nunca se detiene, representa la condena perpetua de quienes desafían la justicia divina y la hospitalidad de los dioses. La imagen de Ixión girando eternamente se convirtió en un símbolo del sufrimiento sin fin y de la hibrys castigada.
Platón, en el “Fedón”, menciona a Ixión como ejemplo de las almas que sufren castigos eternos en el inframundo, junto a otros condenados como Tántalo y Sísifo.
Virgilio, en la “Eneida”, describe esa rueda ardiente como parte del paisaje del Tártaro, donde los grandes culpables expían sus crímenes. La rueda, en este sentido, no es solo un instrumento de tormento, sino un símbolo cósmico de castigo perpetuo sin posibilidad de redención.
El padre de Ixión, Flegias, ya estaba castigado en el Hades antes de que su hijo cometiera sus propios crímenes, pues fue condenado por su sacrilegio por Apolo.
La maldición de Ixión no terminó con él, sino que se proyectó en su descendencia. Su hijo Pirítoo, célebre compañero inseparable de Teseo, heredó la audacia y la desmesura paterna. Como una sucesión de ecos de espanto, generación tras generación, su estirpe reproduce la hibrys y recibe castigos ejemplares. Incluso su hermana -o tía- Coronis, será brutalmente castigada y convertida en otro símbolo de la desgracia familiar.
IV. Míasma
En la mentalidad helénica, matar a un pariente -directo o por alianza- era un acto que generaba una impureza ritual, la míasma, que contaminaba no solo al culpable, sino a toda la comunidad que lo acogiera. En Atenas, los delitos de sangre eran considerados la forma más grave de impureza ritual, y se entendían no solo como un crimen contra una persona, sino como una amenaza contra toda la comunidad. El homicida quedaba marcado por una contaminación invisible que podía atraer la ira de los dioses sobre la polis si no se actuaba con rapidez. Por eso, la primera medida era apartar al culpable: debía abandonar la ciudad y no participar en rituales ni sacrificios hasta que se resolviera su situación.
El procedimiento judicial estaba regulado desde muy temprano. Las leyes de Dracón -siglo VII a.n,e- establecían penas severas para los homicidios, y más tarde Solón introdujo distinciones entre homicidio intencional y accidental. Los casos se juzgaban en tribunales especializados, como el Areópago, que tenía competencia sobre los crímenes de sangre. Allí se determinaba si el culpable debía ser condenado a muerte, exiliado de manera permanente o si podía ser purificado y reintegrado en la comunidad.
La purificación era esencial para restablecer el equilibrio. En los homicidios accidentales, el culpable podía realizar rituales expiatorios y cumplir un período de exilio antes de regresar. En cambio, en los homicidios intencionales, la mancha era considerada demasiado grave: el castigo solía ser la muerte o el destierro perpetuo. La diferencia entre ambos casos muestra cómo los atenienses concebían la justicia no solo como una sanción legal, sino como un medio de proteger a la polis de la contaminación ritual.
Culturalmente, la míasma era vista como una fuerza peligrosa que se propagaba más allá del individuo. Si un homicida permanecía en la ciudad sin ser castigado, se creía que los dioses podían enviar plagas, sequías o derrotas militares como castigo colectivo. El caso de Orestes, perseguido por las Erinias tras matar a su madre, refleja esta visión: el homicidio no se borraba con el tiempo, sino que exigía purificación y juicio para que la comunidad pudiera recuperar la paz y la protección divina.
La transgresión de Ixión muestra cómo el delito de sangre se enlaza con otras faltas graves en la ética griega. La ingratitud se revela en cuan indigno es de la clemencia de Zeus, que lo había acogido a pesar de su crimen. En la mentalidad helénica, la ingratitud hacia los dioses era intolerable, pues rompía el principio de reciprocidad que sostenía la relación entre mortales y divinidades. Por eso su triple transgresión se convirtió en un ejemplo de cómo el incumplimiento de los compromiso adquiridos, atentar contra su propia sangre y contra la misericordia divina podía arrastrar a un hombre a la ruina eterna.

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