I. Una festividad del fin de la cosecha
La celebración actual del 31 de octubre tiene sus raíces más profundas en el antiguo festival celta de Samhain, cuyo nombre significa literalmente "fin del verano". Este evento constituía uno de los cuatro festivales de fuego principales del año, marcando con precisión el final de la temporada de cosechas y el inicio del invierno, la estación oscura y reflexiva. Como pueblo cuyas creencias y supervivencia estaban intrínsecamente ligadas a los ciclos naturales, los celtas percibían este momento como un punto de transición crítico, un umbral sagrado entre el año que moría y el nuevo que comenzaba. El historiador Proinsias Mac Cana, en su obra "Celtic Mythology", sintetiza evidencias que indican que Samhain era un tiempo de reunión crucial, donde las asambleas tribales tomaban decisiones importantes y el fuego ceremonial jugaba un papel unificador y simbólico central. La comunidad se preparaba no solo para el frío, sino también para un cambio espiritual profundo, almacenando provisiones y fortaleciendo los lazos sociales ante la inminente oscuridad.
La importancia de Samhain trascendía lo agrícola para adentrarse en lo económico y lo social. Era el momento del año en que el ganado era bajado de los pastos de verano y se decidía qué animales serían sacrificados para proporcionar alimento durante el largo invierno. Este acto práctico estaba imbuido de un significado ritual, ya que la matanza garantizaba la supervivencia del grupo y las ofrendas de los primeros huesos de los animales sacrificados se arrojaban a las hogueras comunales como un acto de gratitud y reciprocidad con las fuerzas divinas. La propia naturaleza se encontraba en un estado de suspensión; las cosechas estaban recogidas y los campos yertos, creando un paisaje físico que reflejaba la creencia metafísica de un mundo en pausa, listo para ser atravesado por lo sobrenatural.
II. El velo entre los mundos y los espíritus
Las creencias populares sostenidas por los pueblos celtas sugerían que durante la noche de Samhain, el límite que separaba el mundo de los vivos del Sídhe -el Otro Mundo- se volvía tan tenue como la niebla. Este debilitamiento de la frontera entre realidades permitía que los espíritus de los ancestros, así como hadas, duendes y otras entidades, pudieran transitar libremente entre ambos dominios. Para honrar a los espíritus benévolos de sus antepasados, las familias dejaban ofrendas de comida y bebida en la mesa o fuera de la puerta de sus hogares, un gesto de hospitalidad y respeto destinado a asegurar su bendición y protección para el clan durante el año venidero. Esta práctica reflejaba una relación de intercambio con lo invisible, donde los vivos cuidaban de los muertos y estos, a cambio, velaban por los vivos.
Sin embargo, no todos los visitantes del Más Allá eran bien recibidos. También se creía que criaturas peligrosas, fantasmas resentidos y espíritus errantes podían cruzar este velo diluido. La presencia de estos seres era potencialmente portadora de caos, enfermedad o maldiciones para la comunidad. Para protegerse, no solo se encendían grandes hogueras comunales que servían como faros de pureza y barreras contra la oscuridad, sino que también se realizaban rituales de limpieza y protección en los hogares. Las cenizas de las sagradas hogueras de Samhain a menudo se esparcían por los campos o se usaban para bendecir los umbrales de las casas, creando un escudo simbólico contra cualquier influencia maligna que pudiera haber escapado del reino de los espíritus.
III. Disfraces y ofrendas para la protección
Una práctica fundamental durante Samhain era la de disfrazarse utilizando máscaras toscas, pieles de animales y ropas intercambiadas entre hombres y mujeres. Esta costumbre, documentada en el folclore posterior y analizada por estudiosos como Ronald Hutton en "The Stations of the Sun" basándose en tradiciones medievales irlandesas, tenía un propósito propiciatorio y de protección de doble filo. Por un lado, al adoptar una apariencia grotesca o sobrenatural, las personas buscaban "pasar desapercibidas" entre la multitud de espíritus, confundiéndolos para evitar ser reconocidas como humanos y, por lo tanto, siendo menos vulnerables a cualquier maleficio o secuestro por parte de estas entidades. Era un camuflaje ritual para navegar una noche de peligro potencial.
Por otro lado, estos disfraces también permitían a los jóvenes formar pequeñas compañías que recorrían las aldeas, representando canciones o pequeñas obras a cambio de comida. Esta actividad, conocida como "mumming", era una forma de imitar a los espíritus errantes y, en cierta manera, canalizar su energía de manera controlada y beneficiosa para la comunidad. Las ofrendas de comida que recibían estos grupos disfrazados no eran solo un pago por su entretenimiento, sino también un tributo simbólico a los mismos seres a los que representaban, asegurando así su benevolencia. Esta tradición de personificación y solicitud de alimento es un claro y directo precursor de la moderna práctica del "truco o trato", donde el disfraz ya no es para esconderse, sino para participar de la magia de la noche.
IV. La transformación cristiana de la tradición
Con la expansión del cristianismo en los territorios celtas, la Iglesia buscó suplantar las antiguas prácticas no mediante la erradicación, sino mediante una astuta integración de sus significados en el calendario litúrgico. En el siglo VIII, el Papa Gregorio III consagró una capilla en la Basílica de San Pedro a todos los santos, fijando oficialmente su celebración el 1 de noviembre. Un siglo después, el Papa Gregorio IV extendió esta festividad a toda la Iglesia Latina, institucionalizando lo que se conocería como el Día de Todos los Santos. Así, la víspera de esta importante celebración, el 31 de octubre, se conoció como "All Hallows' Eve", que con el tiempo se contrajo fonéticamente a "Halloween".
El proceso de sincretismo se profundizó con el establecimiento del Día de los Fieles Difuntos el 2 de noviembre, instituido por el abad Odilón de Cluny en el año 998 para orar por las almas del purgatorio. Esta nueva festividad absorbió perfectamente la antigua tradición celta de honrar y apaciguar a los muertos, canalizando las prácticas de ofrenda y recuerdo hacia un contexto puramente cristiano de intercesión y salvación. Las hogueras, los disfraces y las ofrendas de comida persistieron, pero su significado fue reinterpretado: las fogatas ahora celebraban la luz de los santos, y la comida se donaba a los pobres a cambio de sus oraciones por las almas de los difuntos, en una práctica conocida como "souling". La esencia de la festividad sobrevivió, pero con un nuevo ropaje doctrinal.
V. La migración y evolución moderna
La celebración que hoy conocemos tomó su forma distintiva y global con la masiva inmigración irlandesa y escocesa a Norteamérica durante el siglo XIX, particularmente tras la Gran Hambruna Irlandesa. Fueron estas comunidades quienes llevaron consigo el rico acervo de sus tradiciones populares de Halloween. Una de las más icónicas, el tallado de hortalizas para crear faroles, se transformó al llegar al nuevo continente; los nabos y remolachas originales, de difícil talla, fueron reemplazados por las calabazas, nativas de América, más grandes, fáciles de vaciar y abundantemente disponibles. La leyenda del "Jack-o'-lantern", el alma condenada a vagar con su carbón ardiente, encontró así su símbolo perfecto.
La práctica del "truco o trato" o "trick-or-treat" es el resultado de una fascinante amalgama de influencias. Se fusionaron la costumbre celta de ofrecer comida a los espíritus, la tradición medieval cristiana de "souling" donde los pobres pedían pasteles de alma a cambio de oraciones, y las travesuras asociadas a la noche de Halloween, que reflejaban el caos de los espíritus liberados. En Norteamérica, estas prácticas se estandarizaron y comercializaron, perdiendo en gran parte su contexto religioso y convirtiéndose en una actividad comunitaria centrada en los niños. Así, una antigua tradición de origen europeo, cargada de significado espiritual y propiciatorio, se transformó en un fenómeno global de carácter secular y lúdico, conservando sin embargo, en sus disfraces, sus calabazas iluminadas y su aire mortuorio juguetón, ecos profundos y perdurables de su pasado.

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