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Narciso

En las verdes tierras de Beocia, en el seno de una unión extraordinaria, nació Narciso. Su madre era la ninfa Liríope, conocida por su gracia y belleza; su padre, el dios-río Céfiso, cuyas aguas alimentaban los campos y otorgaban vida al paisaje. Desde su nacimiento, Narciso destacaba por una belleza incomparable, un don que llamaba la atención tanto de mortales como de inmortales.

Preocupada por el destino de su hijo, Liríope consultó al vidente Tiresias, un mortal bendecido con el conocimiento de los dioses. Tiresias predijo: "Narciso vivirá una larga vida, siempre que no se conozca a sí mismo". Liríope, aunque desconcertada, se dedicó a proteger a su hijo, enseñándole a respetar a los dioses y a mantenerse lejos de los peligros que su belleza podría atraer.

El joven creció rodeado de admiración, pero su corazón permanecía inalcanzable. Muchos lo amaron: ninfas, hombres y mujeres, pero Narciso rechazaba a todos por igual, causando tristeza y desesperación a quienes se le acercaban. Entre ellos estaba Eco, una ninfa condenada por Hera a solo repetir las palabras de los demás. Al ver a Narciso, Eco quedó fascinada, pero su amor no correspondido la consumió hasta que solo su voz quedó en el aire.

Esta conducta llamó la atención de Némesis, la deidad de la justicia y el equilibrio, quien vela por aquellos que sufren sin motivo. Observando la arrogancia de Narciso y el dolor que causaba, decidió actuar. Un día, mientras cazaba, Narciso fue guiado por Némesis hacia un estanque de aguas cristalinas, un refugio de calma y perfección. Al inclinarse para beber, Narciso vio su reflejo en el agua y quedó embelesado.

Creyendo que era otro ser, uno digno de su amor, Narciso intentó acercarse, pero cada movimiento hacía que la figura desapareciera en el temblor del agua. Pasó días junto al estanque, incapaz de apartar la vista, atrapado entre el deseo y la frustración. Finalmente, consumido por la pasión y el desespero, Narciso se dejó caer, y allí, junto al agua que lo había cautivado, exhaló su último aliento.

Los dioses, conmovidos por su tragedia, transformaron su cuerpo en una flor de blancura pura con un corazón dorado: el narciso, que aún crece junto a los estanques y ríos. Desde entonces, los hombres recuerdan a Narciso como un ejemplo de la trampa que puede tender la belleza cuando carece de comprensión, corazón y compasión.

El concepto de narcisismo tiene sus raíces en el dodecateísmo, pero fue Sigmund Freud quien lo introdujo en el campo de la psicología moderna. En 1914, Freud publicó un artículo titulado "Sobre el narcisismo: una introducción", donde exploró la idea del narcisismo como una etapa normal del desarrollo humano y como un trastorno cuando perdura, consolidado, en adultos.

El Trastorno de Personalidad Narcisista (TPN) fue reconocido formalmente como una categoría diagnóstica específica en 1980 con la publicación del DSM-III, una tercera edición del "Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales". Antes de esto, los rasgos narcisistas se consideraban parte de otros trastornos de personalidad o variantes de la normalidad. La inclusión del TPN en el DSM-III se basó en décadas de observación clínica e investigación, particularmente influenciada por el trabajo de Heinz Kohut y Otto Kernberg.

El DSM-III proporcionó criterios diagnósticos específicos para el TPN, que incluían un patrón generalizado de grandiosidad, necesidad de admiración y falta de empatía. Estos criterios se han refinado en ediciones posteriores del DSM, pero la esencia del diagnóstico ha permanecido consistente. Así, el narcisismo se ha colado con inquebrantable aceptación en el léxico y la cultura popular. 


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