Desde el solsticio de invierno y hasta el fin del año, la noche crece día a día. En el silencio del riguroso invierno encontramos un momento para pensar en todos aquellos que sufren: los que están enfermos, los que han recibido un diagnóstico nefasto, los que acaban de marcharse. Por todos ellos elevemos juntos un ruego y hermanemos nuestros corazones:
«Qui me exaudivit in die tribulationis meæ, salvum me faciat».
Que quien los escuche los salve. Cada noche dejamos fuera de casa un farol con un cirio encendido, con la esperanza de que esa luz y ese calor alivien sus corazones.

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