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Cipariso

En la fértil isla de Ceos, nació Cipariso, hijo de un noble llamado Telefo. Su infancia estuvo marcada por su belleza singular, que parecía reflejar la misma naturaleza que lo rodeaba. Creció bajo la mirada benévola de Apolo, quien, conmovido por su inocencia y amor por la vida salvaje, lo tomó bajo su protección. Cipariso se convirtió en un joven que pasaba sus días en armonía con los bosques, especialmente encariñado con un majestuoso ciervo que, según se decía, había sido consagrado a las ninfas locales.

Este ciervo, dócil y de grandes astas, era su compañero constante. Cipariso lo adornaba con guirnaldas de flores y le hablaba como a un compañero. Sin embargo, el destino, que siempre guarda pruebas para los mortales, trajo un giro trágico a esta amistad. Una tarde, mientras el sol caía y las sombras se alargaban, Cipariso, armado con una jabalina, confundió a su amado ciervo con una presa y lo hirió de muerte.

Cuando comprendió lo que había hecho, su corazón se llenó de un dolor tan profundo que ni siquiera las palabras consoladoras de Apolo pudieron aliviarlo. La pérdida del ciervo se convirtió en un abismo de tristeza. Cipariso pidió al dios que le permitiera llorar eternamente, incapaz de soportar el peso de su error. Apolo, conmovido por la intensidad de su lamento, accedió a su súplica.

El joven fue transformado en un árbol esbelto y oscuro, el ciprés, cuyas hojas, puntiagudas y siempre verdes, asemejan a lágrimas perpetuas. Este árbol se convirtió en un símbolo de duelo y memoria, honrado por los hombres en los lugares de descanso eterno. Se cree que el ciprés tiene la capacidad de guiar a las almas de los difuntos al más allá, y su presencia en los cementerios era una forma de honrar a los muertos y asegurar su descanso eterno.

Así, Cipariso, protegido y amado por los dioses, dejó de ser humano, pero su esencia continuó en el mundo. Su relación con Apolo, que no fue de reproche, sino de compasión, quedó plasmada en la forma de un árbol que apunta al cielo. Desde entonces, el ciprés es un recordatorio del dolor y la belleza que se entrelazan en la existencia, una elegía viviente que honra tanto la pérdida como el recuerdo.

El ciprés ha sido un símbolo importante en la cultura funeraria de muchas civilizaciones a lo largo de la historia, no sólo en la antigua Grecia. En el Imperio Romano, el ciprés se plantaba en los caminos tapizados de tumbas y sarcófagos y se utilizaba en rituales funerarios debido a su asociación con la muerte y el luto. Su forma alta y esbelta, junto con su follaje perenne, lo convirtió en un símbolo de la vida eterna y la inmortalidad. 

En la cultura judeo-cristiana, el ciprés también ha mantenido su asociación con la muerte y el luto. Se planta en los cementerios y a sus pies se orquestan los servicios funerarios, como símbolo de esperanza y resurrección. La forma siempre verde del ciprés representa la vida eterna prometida a los creyentes, y su presencia en los cementerios era un recordatorio de la fe en la vida después de la muerte. Además, el ciprés era abordado por los profetas -Isaías, Oseas, etc.- como un árbol sagrado, lo que reforzaba su importancia en los rituales funerarios. El mismísimo rey Salomón recibió madera de ciprés y cedro del rey Hiram de Tiro para la construcción del Templo en Jerusalén.

En la cultura islámica, el ciprés también tiene un lugar destacado en los cementerios y en los rituales funerarios. Se considera un símbolo de la vida eterna y la inmortalidad del alma. Los musulmanes también plantan cipreses en los cementerios como un recordatorio de la creencia en la vida después de la muerte y la esperanza de reunirse con dios en el más allá.

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