I. Tiresias, el que fue mujer y hombre
Tiresias es uno de los adivinos más célebres de la mitología griega. Nació en Tebas y era hijo del pastor Everes y de la ninfa Cariclo. Tiresias resulta fascinante desde su juventud justamente porque rompe con la norma: fue tanto hombre como mujer, ciego pero vidente, mortal y a la vez oráculo. Su transformación en mujer ocurre al intervenir en la cópula de dos serpientes. Al golpear a la hembra cuando intentaba separarlas con un palo, fue convertido en mujer por los dioses, y vivió durante siete años bajo esta identidad. Durante ese tiempo, desempeñó roles femeninos —algunas fuentes dicen que fue sacerdotisa de Hera, otras incluso mencionan que tuvo descendencia. Luego, al encontrarse de nuevo con serpientes en la misma situación y golpear al macho, volvió a su forma masculina.II. Siete generaciones en una vida
Según algunas versiones, Tiresias muere tras la invasión de Tebas por los Epígonos, los hijos de los "Siete contra Tebas". Esta generación vengadora logra conquistar la ciudad, y en medio del caos y la destrucción, el anciano adivino muere, ya sea por causas naturales o como consecuencia del conflicto.
A pesar de su papel crucial en numerosos relatos antiguos, nunca fue elevado al Olimpo ni recibió una apoteosis como otros personajes célebres, como las Traquinias. Esto se debe, en parte, a que su figura encarna una sabiduría profundamente humana, no una gloria heroica o divina. A diferencia de Heracles, que realizó hazañas físicas extraordinarias, o de semidioses como Dioniso, cuya naturaleza era parcialmente divina, Tiresias fue siempre un mortal. Su poder no provenía de la fuerza ni de la sangre divina, sino de la experiencia, el sufrimiento y la clarividencia otorgada como compensación por su ceguera.
Además, Tiresias no protagoniza epopeyas ni lidera batallas. Su rol es el del consejero, el testigo, el intérprete de los signos ocultos. Es una figura que observa desde los márgenes, que advierte sin actuar directamente. En la tradición antigua, la apoteosis solía reservarse para quienes realizaban gestas que transformaban el mundo o desafiaban a los dioses.
III. Tiresias en el Hades
En el Canto XI de la "Odisea", Homero narra el inquietante viaje de Odiseo al Hades, el reino de los muertos, en busca de consejo para regresar a Ítaca. Para invocar a las almas, Odiseo realiza un ritual que incluye sacrificios y la creación de una fosa con sangre de animales. Las sombras de los difuntos acuden a beber de la sangre, pero entre todas ellas, solo Tiresias, el célebre adivino tebano, mantiene intacto su don profético incluso en la muerte. Es el único que reconoce a Odiseo sin necesidad de beber la sangre, lo que resalta su carácter extraordinario como vidente.
Tiresias advierte a Odiseo sobre el peligro de tocar el ganado sagrado del dios Helios, que encontrarán en la isla de Trinacia. Si sus compañeros lo desobedecen, sufrirán consecuencias funestas y Odiseo regresará solo, tras muchas penas. También le indica que, una vez en Ítaca, deberá hacer una ofrenda a Poseidón en un lugar donde no conozcan el mar, llevando un remo como símbolo. Este acto es necesario para reconciliarse con el dios, cuyo rencor fue provocado por la ceguera de Polifemo, hijo de Poseidón.
La figura de Tiresias en el inframundo no solo reafirma su poder visionario, sino que sirve de puente entre el mundo de los vivos y los secretos del más allá. Es una presencia venerada, ambigua y respetada, que encarna la sabiduría oculta en medio de la oscuridad.
IV. Las artes adivinatorias. Técnicas y tradiciones proféticas
En la Grecia antigua, la adivinación, conocida como mantiké, era una vía privilegiada para conocer la voluntad de los dioses y orientar las decisiones humanas. Los griegos confiaban en que ciertos individuos, los mántis, poseían el don de descifrar los signos del mundo divino, utilizando técnicas que eran aceptadas y veneradas por la sociedad. Fuentes como Heródoto y Cicerón destacan que los oráculos y las técnicas adivinatorias eran fundamentales en la vida política, militar y religiosa.
Los oráculos desempeñaban un papel central en este universo profético. El santuario de Apolo en Delfos era el más célebre: allí, la Pitonisa entraba en trance y pronunciaba las palabras del dios, que luego eran interpretadas por los sacerdotes. Las respuestas, siempre enigmáticas, exigían una lectura atenta por parte del consultante. No todos los oráculos eran iguales. Dodona, consagrado a Zeus, era un santuario donde la propia naturaleza revelaba el porvenir. El susurro de las hojas del roble sagrado y el vuelo de las palomas eran leídos por sacerdotes y sacerdotisas como mensajes celestiales. Según Heródoto, una de las narraciones fundacionales cuenta que una paloma negra habló con voz humana desde el roble, anunciando que allí debía establecerse un oráculo de Zeus.
Otro espacio único era el Necromantio del Aqueronte, dedicado a Hades y situado en una zona considerada umbral del inframundo. Allí, se buscaba establecer contacto con las almas de los difuntos para obtener respuestas del más allá. Se encontraba en la región de Epiro, cerca de la confluencia de los ríos Aqueronte y Cocito, en lo que se consideraba una entrada simbólica al inframundo.
La observación de fenómenos naturales también servía como técnica adivinatoria. El vuelo y el canto de las aves, sobre todo el águila y el cuervo, ofrecían pistas sobre el futuro. Este arte, llamado ornitomancia, encontraba respaldo en la creencia de que las aves servían de mensajeras entre los dioses y los hombres. Otra práctica extendida era la hepatoscopia, que consistía en examinar las vísceras —especialmente el hígado— de animales sacrificados. Este órgano, considerado el centro vital del cuerpo, era visto como el soporte donde los dioses inscribían su voluntad. Esta práctica, hoy olvidada, fue central en culturas como la mesopotámica, la etrusca y también tuvo presencia entre los helenos. Aunque nos pueda parecer extraño, en muchas culturas antiguas, el hígado era considerado el asiento de la vida, la sangre y el alma. Se creía que los dioses podían manifestar su voluntad a través de este órgano vital.
Los sueños, por su parte, no eran simples manifestaciones del inconsciente: podían encerrar visiones sagradas. En los Asclepeions, los santuarios dedicados a Asclepio, los enfermos dormían en el abaton esperando recibir revelaciones curativas durante la noche. Artemidoro, en su tratado sobre la interpretación de los sueños, diferenciaba entre aquellos que anunciaban el futuro y los que transmitían símbolos ocultos.
También los objetos inanimados podían hablar del destino. En ciertos santuarios, como el de Heracles en Bura, se practicaba la cleromancia: se arrojaban dados o piedras marcadas para que el azar revelara respuestas divinas. La bibliomancia, por otro lado, consistía en abrir al azar textos como la "Ilíada" o la "Odisea", interpretando los versos hallados como señales proféticas.
V. Crítica filosófica a la adivinación
Aunque ampliamente aceptada, la adivinación también fue muy cuestionada por los filósofos griegos. Jenófanes, quien ridiculizó la idea de que los dioses comunicaran su voluntad a través de señales ambiguas. Eurípides también expresó un profundo escepticismo, sugiriendo que los oráculos eran manipulados por intereses humanos.
Sin embargo, la adivinación gozaba de una enorme popularidad en Grecia, combinando creencia religiosa, observación empírica y simbolismo. Desde los grandes Oráculos hasta las prácticas cotidianas de augures, los griegos buscaban constantemente guía en lo divino. Como señala Platón en "Fedro" y como podemos intuir con Tiresias, la verdadera mantiké no era solo técnica, sino un don de los dioses.
Este sistema de creencias, aunque a veces criticado, fue fundamental en la cultura griega, influyendo incluso en la adivinación romana y las tradiciones místicas posteriores.
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