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Panteísmo Heleno e Hindú


En la imagen: Hécate y Shiva en una alegoría creada por IA 
El panteísmo heleno y el hindú comparten una visión fundamental: el Universo entero no es una creación separada de Dios, sino una manifestación de una única Realidad divina e impersonal que todo lo impregna. Para ambos, lo sagrado no está en un cielo lejano, sino inherente al mundo natural. Sin embargo, a partir de esta base común, se despliegan dos cosmovisiones profundamente distintas, moldeadas por sus contextos culturales y sus objetivos últimos.

I. Evolución de la idea de "Dios" en el Panteísmo Heleno 

La concepción helénica de lo divino evolucionó desde formas arcaicas y primitivas como fuerzas naturales personificadas hacia una concepción más compleja y antropomórfica.

En su origen más remoto -posiblemente influido por sustratos pre-helénicos y de la Grecia micénica-, Zeus, representaba el cielo y el rayo; Poseidón, la tierra y el mar en su aspecto de sacudidor; Helios, el sol. Los dioses eran fundamentalmente la personificación de elementos y fuerzas naturales poderosas e incontrolables. La divinidad no era un Señor del rayo, sino que era el rayo mismo en su aspecto numinoso y vivo. Esta es una visión típica de un pensamiento animista o pre-filosófico, donde la naturaleza está impregnada de agencia divina.

Sin embargo, con la llegada de la época arcaica y clásica -a partir de Homero y Hesíodo-, esta concepción experimenta una transformación profunda. Los poetas sistematizaron y, sobre todo, antropomorfizaron radicalmente a estas fuerzas. Los dioses dejaron de ser principalmente la fuerza natural en sí para convertirse en "personas divinas" -inmortales, poderosísimas- que gobiernan o representan esas fuerzas, pero con personalidades, pasiones, familias y voluntades propias. Zeus ya no es solo el cielo, sino el padre y rey del Olimpo que se sirve del rayo como arma. Esta evolución refleja un cambio en la cosmovisión griega: de un mundo natural habitado por espíritus a un universo ordenado como una sociedad política celestial, donde las fuerzas de la naturaleza están sometidas a la voluntad de dioses con características humanas.

El ejemplo de Eris

Profundicemos un ejemplo a través del viaje que ha hecho Eris, la diosa de la discordia, en la literatura y en la concepción helénica. Si sostenemos que la discordia no es una fuerza natural avalada por un elemento físico, como lo es el mar o el sol. ¿cómo llegó a ser concebida como una diosa? 

En los poemas homéricos -siglo VIII a.n.e.-, especialmente en la "Ilíada", no encontramos una personificación desarrollada de Eris. Homero la menciona como una fuerza o un fenómeno, no como una diosa con un culto o una personalidad definida. Por ejemplo, en el canto IV, Eris es la "hermana y compañera" de Ares, el dios de la guerra, y se la describe como una presencia feroz que incita al combate. En esta etapa, es aún una abstracción potente, una emoción colectiva y destructiva que surge en el campo de batalla. Sin embargo, el paso crucial lo da Hesíodo, contemporáneo de la tradición homérica, quien en su "Teogonía" la integra formalmente en la genealogía divina, haciéndola hija de la Noche -Nix-, lo que la sitúa entre las diosas de la primera generación, fuerzas primordiales del Cosmos. Este acto de genealogización es el mecanismo fundamental mediante el cual los helenos incorporaron estas abstracciones al Panteón, dándoles un linaje y, por tanto, un estatus divino.

El relato más definitorio es el de la "Cipria" -un poema épico de la Antigüedad- que narra el juicio de Paris. Aquí Eris ofendida por no ser invitada a la boda de Tetis y Peleo, arroja la manzana de la discordia "para la más bella", desencadenando deliberadamente la rivalidad entre Hera, Atenea y Afrodita, y con ello, toda la Guerra de Troya. Este salto cualitativo—de fuerza abstracta a deidad con agencia narrativa—refleja una evolución cultural profunda: la mentalidad griega arcaica comenzaba a necesitar explicaciones divinas no solo para los fenómenos naturales, sino también para los fenómenos psíquicos y sociales complejos, como el conflicto, el odio o las causas últimas de una guerra catastrófica. Eris se convirtió así en la personificación de la causalidad misma del mal y el conflicto en el mundo humano, pero ahora con rostro y voluntad divinos.

El siguiente tránsito: De los dioses antropomórficos a los principios abstractos

El tránsito de un dios antropomorfo a un principio abstracto como el Logos, especialmente en escuelas como el Estoicismo y el Neoplatonismo, es profundamente racional. Para los estoicos, Dios no es un ser personal con pasiones, sino el Logos: una razón universal o ley natural que actúa como principio ordenador inherente a la materia. Es la estructura del Cosmos y, al mismo tiempo, el Cosmos mismo.

Los primeros filósofos presocráticos, como Jenófanes de Colofón, fueron cruciales en este cambio. Él criticó abiertamente la visión homérica de los dioses, señalando que los humanos crean divinidades a su propia imagen: “Los etíopes dicen que sus dioses son de nariz chata y negros...”. Propuso, en cambio, la idea de un “dios único” totalmente diferente a los mortales, que no se parece al hombre ni en cuerpo ni en pensamiento, y que mueve el universo con solo su mente. Este fue el primer paso hacia la desantropomorfización. Paralelamente, filósofos como Heráclito introdujeron el concepto de Logos, un principio de orden detrás del cambio aparente. Aquí, la divinidad ya no es una persona, sino una ley cósmica.

La filosofía de Platón y, sobre todo, de Aristóteles, consolidó este cambio. Platón postuló la figura del Demiurgo, un artesano divino que modela el mundo basándose en formas eternas e ideales: un principio de inteligencia ordenadora más que un dios con pasiones y deseos. Aristóteles llevó esto más lejos con su concepto del Motor Inmóvil: un dios que es puro pensamiento pensándose a sí mismo, acto puro, y que atrae el universo como causa final, pero sin interactuar personalmente con él.

Finalmente, en el periodo helenístico, escuelas como el Estoicismo sintetizaron estas ideas. En un imperio vasto y multicultural, la noción de dioses tribales y antropomorfos perdió fuerza frente a la necesidad de un principio universal. El Logos estoico se convirtió en la Razón divina inherente a todo el Cosmos, una ley natural que lo penetra y ordena todo, de la que incluso los dioses olímpicos podían entenderse como manifestaciones parciales. Así, el dios-persona fue sublimado en el Dios-principio: un paso que no es aún monoteísmo, pero sí un monoteísmo filosófico incipiente, preludio de concepciones posteriores.

El "Uno y Único": Acercándonos al monoteísmo

El Panteísmo es la visión según la cual Dios y el Universo son inseparables. No se concibe a la divinidad como un ser externo y separado, sino como una realidad que impregna todo lo existente. Ejemplos claros de esta postura son el Logos de los estoicos o el Brahman del Vedānta: en ambos casos, la totalidad del cosmos es, de algún modo, idéntica a la divinidad.

El Panteísmo no guarda relación con el panteón griego, aunque ambas palabras comparten la raíz pan -todo- y theos -dios-, no están vinculadas directamente. El panteón griego se refiere a la pluralidad de dioses; mientras que el panteísmo es una visión filosófica donde la divinidad y el universo son inseparables.

Algunos pensadores como Jenófanes de Colofón se orientaron hacia un monoteísmo filosófico temprano. Él no afirmaba que el universo mismo fuera Dios, sino que existía un único dios radicalmente distinto a los mortales, que gobierna el todo con su mente. Este dios no es el rayo, ni el mar, ni el sol; tampoco es la totalidad del Cosmos. Es un ser único, trascendente y separado, muy diferente de los dioses antropomórficos de Homero y Hesíodo.

La diferencia fundamental es que Jenófanes describe a un ente supremo que está por encima del mundo, mientras que el panteísmo posterior disolverá esa separación y afirmará que lo divino es el cosmos mismo o el principio que lo constituye desde dentro. Así, Jenófanes anticipa un camino hacia el monoteísmo abstracto, mientras que los estoicos y Plotino siguen otro hacia una concepción más inmanente y unitaria de lo divino.

Plotino (204/5-270) lleva esta idea a su máxima abstracción con “El Uno”, un principio tan trascendente que está más allá del ser mismo, del cual emana toda la realidad. En este punto, Dios es un principio impersonal, una inteligencia ordenada y una unidad absoluta. Los dioses del panteón olímpico son reinterpretados por estos filósofos como alegorías de fuerzas naturales o como emanaciones secundarias de este principio primario, pero nunca como la Realidad última en sí misma.

II. La concepción de Dios en el Hinduismo

Tanto en el pensamiento helénico tardío como en la tradición hindú, encontramos una intuición común: el Universo no es algo creado externamente por un dios separado, sino una manifestación de una Realidad divina que impregna todas las cosas. Sin embargo, esa convergencia conceptual desemboca en cosmovisiones muy distintas. El Helenismo pasó de dioses naturalistas a un principio racional e impersonal -Logos, Uno-, mientras que el hinduismo articuló la tensión entre lo impersonal -Brahman- y lo personal -Ishvara, las deidades-.

Si partimos del último punto de Plotino para abordar la concepción hindú de Dios, particularmente en la escuela Advaita Vedanta, la realidad última, Brahman, es también impersonal, inefable y sin atributos -Nirguna Brahman-. Sin embargo, el hinduismo desarrolló una dialéctica entre lo impersonal y lo personal. Reconociendo que la mente humana necesita un punto de apoyo para la devoción, postula que Brahman puede ser aprehendido a través de una forma personal con atributos -Saguna Brahman-, conocido como Ishvara -el Señor Supremo-. Este Ishvara se manifiesta a su vez en las deidades de la trinidad hindú -Trimurti-: Brahmá, Vishnú y Shiva, que personifican los ciclos de creación, preservación y destrucción del universo. Así, el hinduismo integra el panteísmo abstracto con el politeísmo devocional, ofreciendo un camino tanto para el filósofo como para el devoto común.

La diferencia fundamental entre las visiones del Helenismo y el Hindismo se hace patente en su relación con el mundo y su objetivo para el ser humano. Para el Helenismo, el mundo es una emanación real, aunque imperfecta, de la Razón divina. La meta de la vida humana es, por tanto, vivir de acuerdo con la Naturaleza o el Logos, alineando la voluntad individual con el destino cósmico para alcanzar la virtud y la tranquilidad de ánimo -ataraxia-. Es una filosofía de aceptación y orden dentro del cosmos. 

Sin embargo, para el hinduismo, en cambio, el mundo fenoménico -Maya- es considerado una apariencia ilusoria, velada por la ignorancia -Avidya-. El problema fundamental no es la desarmonía con el Cosmos, sino el cautiverio en él, simbolizado por el ciclo de renacimientos -Samsara-. Por ello, la meta última es la liberación -Moksha- de esta ilusión, realizando mediante conocimiento directo la identidad entre el alma individual -Atman- y Brahman y así fundirse con la conciencia absoluta.

Divinidad y naturaleza

En el panteísmo Heleno, la naturaleza misma es divina; los fenómenos naturales, como el fuego o el agua, encarnan principios sagrados que reflejan el Orden universal. Este enfoque fomenta una conexión espiritual con el mundo físico. En el Hinduismo, la naturaleza es una manifestación de Brahman, pero se ve como transitoria e ilusoria en comparación con la realidad absoluta. Aunque es reverenciada, el objetivo espiritual es trascenderla.

Trascendencia versus inmanencia

En el Helenismo, la divinidad es eminentemente inmanente, impregnando cada aspecto del mundo tangible. La comprensión filosófica del Cosmos no busca trascender el mundo material, sino integrarse armoniosamente en él. En el Hinduismo, aunque Brahman es inmanente y trascendente, la experiencia espiritual culmina en la trascendencia de las limitaciones materiales y la fusión con la realidad última.

Ética y propósito humano

Para los helenos, vivir en armonía con la naturaleza significa alinearse con la racionalidad divina del Universo, desarrollando virtudes como la moderación, la justicia y la sabiduría. Estas tres virtudes cardinales se expresan con una precisión que nos resuena: sōphrosýnē -σωφροσύνη-, la moderación o templanza, entendida como el dominio de uno mismo y la armonía interior; dikaiosýnē -δικαιοσύνη-, la justicia, que implica no solo equidad social sino también el cumplimiento del deber propio en el orden del alma y la polis; y sophía -σοφία-, la sabiduría, concebida como el conocimiento profundo que guía la acción justa y moderada. Estas virtudes no son ideales abstractos, sino principios estructurales del alma racional, tal como lo formuló Platón en su visión del ser humano y del Estado justo. 

En el Hinduismo, la armonía con el cosmos se articula a través del cumplimiento del dharma, el deber ético que sostiene el orden universal, y se orienta hacia la liberación final, moksha, entendida como la disolución del Yo individual en la realidad última, Brahman. Esta meta trascendente no excluye la vida mundana, sino que la integra mediante las otras dos puruṣārthas: artha, la prosperidad material, y kāma, el placer y el deseo legítimo. Así como los griegos concebían la virtud como estructura del alma racional, los hindúes articulaban la existencia como un equilibrio dinámico entre lo ético, lo sensorial y lo espiritual, donde cada dimensión encuentra su lugar en el ciclo del deber y la liberación. Ambos sistemas, aunque distintos en cosmología y lenguaje, comparten la aspiración de una vida ordenada, significativa y en sintonía con un principio superior.

Aunque ambos sistemas presentan una visión panteísta, el panteísmo heleno se centra en la interacción con el mundo natural como una manifestación divina, mientras que el hindú busca trascender las apariencias y reconocer la unidad esencial detrás de ellas. Ambos enfoques reflejan las aspiraciones humanas de comprender la relación entre lo sagrado, el cosmos y la existencia humana, y ofrecen caminos únicos para explorar estas conexiones.

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