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Anquises, padre de Eneas

"Venus y Anquises" por Benjamin Robert Haydon (1826)

I. El pastor noble en las laderas del Ida

Anquises pertenecía a la estirpe real de Troya, como primo del propio rey Príamo. Aunque de sangre noble, no residía en la bulliciosa ciudad, sino que pastoreaba sus rebaños en las verdes laderas del Monte Ida. Esta vida apacible y rural es el escenario que el poeta Homero establece en el "Himno homérico a Afrodita" para el encuentro que definiría su destino. Su linaje y su belleza juvenil, características que a menudo atraían la atención de las divinidades, lo convirtieron en el objeto de un deseo celestial.

El relato enfatiza la humanidad de Anquises. A diferencia de otros héroes en busca de gloria, él es sólo un hombre joven que realiza sus tareas cotidianas con normalidad, ajeno por completo a que su vida está a punto de ser irrevocablemente alterada. Su figura representa la inocencia y la vulnerabilidad del mundo mortal frente a las maquinaciones de los poderes superiores. En la soledad del monte, lejos de la corte troyana, se desarrolla un drama que vinculará para siempre su nombre con el de la diosa del amor y con el futuro de un héroe fundamental.

II. La estratagema divina y el encuentro irresistible

La historia central, narrada con detalle, comienza con una decisión inusual de la propia diosa. Afrodita, poseedora del poder de someter a dioses y mortales al yugo del deseo, se ve a sí misma dominada por una pasión irresistible hacia el joven pastor. Para no asustar a Anquises con su abrumadora fuerza, urde una elaborada estratagia.

La diosa desciende y se transforma en una doncella mortal de incomparable belleza, vistiéndose como las mujeres frigias y adornándose con joyas. Se presenta ante Anquises afirmando ser una princesa a la que Hermes ha traído allí para convertirse en su esposa legítima. El joven, deslumbrado por su belleza y embriagado por sus palabras, cree estar ante una mortal. Homero describe cómo "un deseo se apoderó de Anquises", y la llevó a su lecho, creyendo que yacía con una mujer, no con una fuerza cósmica. En ese momento, el poder de Afrodita se volvió sobre sí misma, demostrando que ni siquiera su portadora era inmune a su esencia.

III. La revelación y la advertencia divina

Tras su unión, Afrodita se duerme, y en su sueño la luz divina que emana de su cuerpo inunda la cabaña. Al despertar, se revela en todo su esplendor, dejando atrás la ilusión mortal. Anquises, al ver su verdadera forma, se llena de terror y se tapa la cara con el manto, consciente de que los mortales que contemplan la gloria manifiesta de una divinidad suelen pagarlo caro.

Es entonces cuando Afrodita le pronuncia una profecía y una severa advertencia. Le anuncia que de su unión nacerá un hijo, Eneas, quien dará origen de Roma entre el escenario devastador con el que concluye la Guerra de Troya para los troyanos, el común de la raza humana y los dioses mismos. El nombre Eneas tiene su origen en el griego antiguo Aineías -Αἰνείας-, cuyo significado más aceptado es “el alabado”, derivado del verbo aineō -αἰνέω-, que significa “alabar” o “elogiar”.

La idea de que Eneas significa “terrible” proviene de una interpretación poética dentro del "Himno homérico a Afrodita", donde Afrodita, tras unirse con Anquises, dice que el hijo nacido de esa unión será llamado Eneas “porque ella sintió una terrible aflicción” por haber yacido con un mortal. Pero esto no es una etimología literal, sino una etimología simbólica o motivada por el contexto emocional del relato.

El niño será criado por las ninfas del monte Ida y se convertirá en un gran gobernante entre los troyanos. Sin embargo, la advertencia es clara: Anquises debe guardar absoluto secreto sobre la identidad de la madre del niño. Bajo ninguna circunstancia puede jactarse de haber yacido con una diosa. El castigo por la transgresión sería terrible, pues provocaría la ira de Zeus.

IV. La transgresión y el castigo de la arrogancia

La vida de Anquises dio un giro tras el nacimiento de Eneas. Aunque el niño fue criado como se le había ordenado, el corazón del pastor no pudo contener por siempre un secreto de tal magnitud. En una ocasión, embriagado por el vino, Anquises cometió la insensatez de romper su juramento de silencio. Según diversas tradiciones recogidas por autores como Apolodoro en su "Biblioteca", se jactó ante sus compañeros de haber poseído a la misma diosa Afrodita.

Esta transgresión de hybris, de orgullo desmedido, no pasó desapercibida. Zeus, ofendido por la vanidad del mortal y por la violación de un mandato explícito, descargó su furia sobre él. La versión más extendida cuenta que el padre de los dioses lanzó un rayo que alcanzó a Anquises, hiriéndolo gravemente y dejándolo lisiado o cojo para el resto de sus días. El hombre que una vez fue amado por una diosa pasó a ser un inválido, un recordatorio viviente del precio de la arrogancia frente al poder divino.

Algunos autores posteriores, como Higino, mencionan que Zeus lo fulmina completamente, o que Anquises se suicida por vergüenza tras revelar el secreto. Esta variante es menos frecuente y parece más una intensificación moral del castigo. También existe una versión minoritaria en la que Anquises queda ciego como castigo divino.

V. La interpretación moderna: el amor y la norma

Las relaciones entre Afrodita y príncipes o reyes mortales suelen culminar en tragedia, humillación o transformación. Estas narraciones no son simples historias de amor, sino composiciones simbólicas que revelan la tensión entre lo humano y lo divino, el deseo y el castigo, la atracción y la pérdida. Desde una perspectiva psicológica, funcionan como advertencias sobre los límites del deseo y la fragilidad del yo frente a lo numinoso.

Las composiciones que hemos recorrido: Psique, Eneas, Mirra y su padre Cíniras, Hipómenes y Atalanta, pueden leerse como dramatizaciones del conflicto entre Eros y norma, entre impulso y ley. Afrodita encarna una fuerza que no solo seduce, sino que desestructura. El mortal que se une a ella no lo hace por conquista, sino por rendición. Y esa rendición, aunque placentera, tiene consecuencias: pérdida de identidad, castigo físico, o muerte.

Desde la óptica freudiana, estos relatos revelan el poder del deseo como fuerza que desborda el Yo y lo expone a la culpa, la castración simbólica o la disolución. Afrodita no es solo la diosa del amor, sino del deseo que no puede ser domesticado. El mortal que la toca, la posee o la nombra, se enfrenta a una dimensión que lo supera.

En términos junguianos, Afrodita puede representar el ánima en su forma arquetípica más intensa: seductora, transformadora, pero también destructiva si no se integra. El encuentro con ella exige una metamorfosis psíquica, y si el héroe no está embebido en el areté, su hybris encontrará la némesis.

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