I. Muchos nombres para una sirena
II. El castigo de Atenea
La relación entre las sirenas y Atenea es un episodio relevante en las genealogías y relatos sobre su transformación. Diversos comentaristas antiguos, especialmente a partir de la época helenística, recogieron la versión según la cual las sirenas fueron castigadas por Atenea.
La figura de las sirenas en la tradición griega encierra una profunda ambivalencia simbólica: seres bellísimos y de voz irresistible, pero al mismo tiempo criaturas peligrosas, habitando los márgenes del mundo y atrayendo a los navegantes a la muerte. Su origen está vinculado a múltiples genealogías, pero una de las más significativas es la que las presenta como antiguas compañeras de Perséfone, la hija de Deméter, raptada por Hades. En este relato, las sirenas no son monstruos desde el principio: eran jóvenes doncellas, probablemente ninfas del séquito de la diosa, y su transformación tiene un sentido profundamente ético y simbólico.
En algunas versiones, tras el rapto de Perséfone, las sirenas suplicaron a los dioses que les concedieran alas para poder buscarla por todo el mundo. Los dioses, conmovidos por su lealtad, accedieron: así, las sirenas se convirtieron en seres híbridos, mitad mujer, mitad ave, capaces de surcar el aire y el mar. Esta versión resalta la fidelidad, la tristeza y la búsqueda incansable, como si el canto melancólico de las sirenas naciera de un duelo eterno por su amiga perdida.
Sin embargo, en otras versiones del mismo relato, recae en una visión más dura: Atenea las transforma en castigo por no haber intervenido para impedir el secuestro de Perséfone. Su pasividad ante el crimen de Hades es vista como una falta grave, y como pena punitiva pierden su forma original: ya no serán vírgenes inmóviles del bosque, sino seres errantes y peligrosos, atrapadas en su nuevo cuerpo y condenadas a una soledad eterna.
Estas dos versiones ofrecen una lectura contrastada del mismo acontecimiento: una interpretación compasiva que premia la devoción, y otra punitiva que reprende la omisión. Ambas coinciden, sin embargo, en que las sirenas nacen de una ruptura: su canto hechicero no es simple tentación sensual, sino expresión de una pérdida ancestral y de un deseo inacabado de retornar a un orden perdido. Por eso, en la tradición órfica y dodecateísta contemporánea, las sirenas pueden entenderse no solo como símbolos del peligro y la seducción, sino también como guardianas del umbral entre el mundo de los vivos y los muertos, cuyo canto recuerda que todo viaje implica una elección entre el recuerdo y el olvido.
Además, una tradición alterna sostiene que las sirenas desafiaron a las Musas en un certamen musical, y tras perder, Atenea implementó un ultimo castigo a su desafío y arrancándole las alas. las arrojó al mar. Allí las sirenas tomaron una nueva forma híbrida, mitad mujer, mitad pez o ave, según las distintas representaciones. La metamorfosis final, en estos relatos, no es mera deformación, sino cambio de estado: de criaturas celestes a seres liminares, entre el mundo humano y el divino, entre la costa y el abismo. La intervención de Atenea, diosa de la estrategia, la sabiduría y el control racional, subraya el conflicto entre la razón ordenadora y las formas de conocimiento que no se someten al logos, como es el caso del canto inspirador de las sirenas, herencia materna de las Musas.
III. Euríale
La figura de Euríale, si se la vincula a este linaje, adquiere así una densidad simbólica notable: hija de una Musa y de un dios fluvial, portadora del canto y del recuerdo, habitante del umbral entre los vivos y los muertos.
El canto de las sirenas no prometía placer sensual sino sabiduría: ofrecían a Odiseo el conocimiento de todo lo que había sucedido en el mundo. El hecho de que la supervivencia dependa de resistirse a escucharlas ha sido interpretado desde la antigüedad como una victoria del control sobre el deseo, pero también como una renuncia al alma que no se deja aprehender con métodos racionales.
Cuando su canto no surte efecto, las sirenas mueren; así lo sugiere una tradición según la cual, si alguien logra pasar de largo sin sucumbir, las sirenas se hunden en el mar. La muerte de Euríale, en este contexto, no sería un castigo sino el cumplimiento de su función: custodiar una verdad que no puede transmitirse sino a través del canto, y que, al no ser escuchada, pierde su sentido. En esta concepción, Euríale encarna una forma de sabiduría poética sofocada por un orden que privilegia lo útil, lo táctico y lo mesurable.
Fuentes como Homero, Ovidio, Apolonio de Rodas y Servio permiten reconstruir estas versiones sin necesidad de recurrir a invenciones. Cada una conserva un fragmento de una visión del cosmos en la que lo femenino, lo musical y lo híbrido ocupaban un lugar activo y poderoso. Euríale, como sirena, no es solo una criatura maravillosa: es la voz de un mundo anterior al secuestro de Perséfone, un mundo en el que la inocencia, el juego y la belleza no estaban sometidos a juicio, sino que eran, por sí mismos, caminos hacia lo sagrado.
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