La maldición de la Casa de Cadmo
La historia de la Casa de Cadmo es un tejido sangriento que los dioses urdieron con hilos de venganza y fatalidad. Todo comenzó cuando Cadmo, el fundador de Tebas, buscando agua para sacrificar a los dioses, se encontró con un dragón sagrado que custodiaba la fuente de Ares. La bestia mató a sus hombres, y en la lucha, Cadmo clavó su lanza en el monstruo, derramando sangre que empapó la tierra tebana. Pero esa sangre llevaba consigo una maldición, porque el dragón era hijo del propio dios de la guerra.
Ares, enfurecido, juró que la descendencia de Cadmo conocería el dolor. Y así fue. Cadmo se casó con Harmonía, hija de Ares y Afrodita, pero ni siquiera ese nombre auguraba paz. En su boda, los dioses entregaron un collar maldito que llevaría desgracia a quien lo portara.
El collar de Harmonía era un regalo de boda y fue forjado por el mismo Hefesto. Cuentan que el dios cojo, herido por la infidelidad de Afrodita con Ares, maldijo no solo el joyel, sino a la misma Harmonía, hija de ese amor prohibido. Cada eslabón de oro y gemas escondía el veneno de la discordia: quien lo portara arrastraría la desgracia a su linaje. Así fue como el collar pasó de generación en generación, tejiendo traición y muerte. Polinices lo entregó a Erífile para que traicionara a su esposo Anfiarao, enviándolo a una muerte segura en la Guerra de los Siete contra Tebas. Más tarde, Arsínoe, la última en llevarlo, murió asesinada por su propio hermano. El oropel maldito de Harmonía demostró que ni siquiera los dioses perdonan a sus hijos, y que algunas venganzas se heredan como joyas de sangre.
Las hijas de Harmonía, Ágave, Autónoe e Ino, vivirían tragedias terribles: Ágave, en un frenesí enviado por Dioniso, descuartizaría a su propio hijo, Penteo, creyendo que era un león. Autónoe vería a su hijo Acteón convertido en ciervo y devorado por sus propios perros. Ino, perseguida por Hera, se arrojaría al mar con su hijo Melicertes en brazos.
Pero el peso más cruel de la maldición caería sobre Layo, bisnieto de Cadmo y rey de Tebas. Un oráculo le advirtió que su propio hijo lo mataría y se casaría con su madre. Intentó evitarlo, abandonando a Edipo en el monte Citerón, clavándole los pies para que no pudiera caminar, pero el destino ya estaba escrito. Edipo sobrevivió, creció sin saber quién era, y cumplió la profecía: mató a Layo en una encrucijada, liberó a Tebas de la Esfinge y, como recompensa, se casó con Yocasta, su madre. Cuando la verdad salió a la luz, Yocasta se ahorcó, y Edipo, cegándose a sí mismo, maldijo a sus propios hijos, Eteocles y Polinices, sellando así el siguiente capítulo de sangre.
Los hermanos se matarían en la Guerra de los Siete contra Tebas, y su hermana Antígona moriría enterrando a Polinices contra la ley del nuevo rey, Creonte. La maldición se cerró como un círculo: de Cadmo a Edipo, de Edipo a sus hijos, una estirpe condenada a repetir el horror, generación tras generación, hasta que no quedó nadie más que llorar.
Los dioses habían cumplido su palabra. La sangre del dragón de Ares nunca dejó de correr.
Personajes principales
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Dioniso: dios del vino, la fertilidad y el éxtasis, protagonista divino de la obra.
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Penteo: rey de Tebas, joven racionalista que se enfrenta a Dioniso.
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Cadmo: fundador de Tebas y abuelo de Penteo.
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Ágave: madre de Penteo, arrebatada por la locura báquica.
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Coro de las Bacantes: seguidoras del dios Dioniso, provenientes de Asia.
Resumen de la tragedia
"Las Bacantes", compuesta hacia el final de la vida de Eurípides, probablemente en Macedonia, representa un punto culminante en la exploración trágica de los límites entre lo humano y lo divino. La acción se sitúa en Tebas, donde Dioniso, hijo de Zeus y Sémele, llega para castigar a la ciudad por no reconocer su divinidad.
Cadmo y Tiresias acogen el nuevo culto con entusiasmo, pero el joven rey Penteo lo rechaza y lo ridiculiza, considerando que es un delirio irracional que corrompe a las mujeres. Dioniso, bajo apariencia humana, se deja capturar por Penteo para enseñarle una lección. Con astucia divina, lo convence de disfrazarse de mujer para espiar a las bacantes en el monte Citerón.
En el éxtasis báquico, las mujeres han roto con la vida civilizada: amamantan animales salvajes, arrancan árboles con las manos y viven en comunión con la naturaleza. Penteo, disfrazado, observa oculto entre las ramas, pero Dioniso revela su presencia a las mujeres, que lo confunden con un animal y lo despedazan salvajemente. Ágave, su madre, enajenada por el frenesí, regresa a Tebas con la cabeza de su hijo como trofeo, hasta que recobra la razón y comprende el horror cometido.
Dioniso aparece al final, revelando su identidad y reafirmando su poder divino, imponiendo un castigo implacable a los mortales que no lo honran. La obra termina con la destrucción de la familia real de Tebas y la instauración definitiva del culto dionisíaco.
Perspectiva filosófica posterior
"Las Bacantes" ha sido leída durante siglos como una advertencia sobre los peligros del racionalismo extremo y la negación de los impulsos instintivos. En la modernidad, Nietzsche hizo de Dioniso un símbolo filosófico en su obra "El nacimiento de la tragedia" (1872), donde contrasta lo apolíneo -racional, ordenado- con lo dionisíaco -caótico, impulsivo-. Para Nietzsche, Eurípides representa la decadencia de la tragedia al haber introducido la razón en el corazón del drama, pero irónicamente "Las Bacantes" sería una excepción, una obra profundamente dionisíaca.En el siglo XX, autores como Antonin Artaud o Carl Jung también revisitaron la figura de Dioniso como símbolo de la irrupción del Inconsciente y la destrucción del Yo racional. La tragedia ha sido puesta en escena por directores como Theodoros Terzopoulos o Peter Brook como una metáfora de los conflictos entre modernidad y ancestralidad, razón y emoción.
Tres citas destacadas
“El sabio no debe medir su saber contra los dioses.”— Subraya el límite del conocimiento humano ante lo divino.“La locura enviada por un dios es también divina.”— Una afirmación del poder sagrado del delirio báquico.
“He sido vencido, no por un hombre, sino por una divinidad.”— Las últimas palabras de Penteo, reconociendo la supremacía de Dioniso.
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