I. El ocaso de las Pléyades y el repliegue de la vida
A partir del 8 de noviembre, las Pléyades -esa bandada de palomas que escapan de Orión- se ponen al amanecer. En la antigüedad, este evento astronómico marcaba el comienzo del invierno, señalando que el gran velo entre el mundo y el Hades se hacía más delgado. Con su ocaso, las estatuas de Deméter se transforman en roca. La diosa de la vida no ha desaparecido, sino que se ha retraído, petrificada por un dolor que la vuelve parte misma del paisaje inerte. Su silencio es tan vasto como los campos helados. En este vacío, Perséfone reina en el inframundo y Hécate nos acerca los rigores del frío y la muerte, completando la tríada del repliegue cósmico. Es el tiempo en que la naturaleza y el espíritu se sumergen en las aguas de Lete, descansando, hibernando o muriendo, en un necesario olvido que permite la futura renovación.
II. El Banquete del agradecimiento
Antes o después de ese día, en un acto de fe sublime, una rama de olivo se acerca a la diosa pétrea en señal de agradecimiento. No es una petición, sino un recordatorio de la alianza sagrada entre los humanos y la tierra fecunda, incluso cuando esta parece muerta. Alimentamos a las aves para que la bendición sea transportada a lo invisible y, desde allí, regrese. También servimos alimentos en nuestra mesa, organizando un pequeño banquete para celebrar y agradecer toda la protección que la diosa de la fecundidad nos ha dado a lo largo del año. Este banquete familiar es el microcosmos de la abundancia que fue, y la promesa de la que será. Es el hogar humano resistiendo como un altar encendido en la creciente oscuridad, y solo puede significar la cercanía de la segunda Adonia, la última fiesta del año religioso que, a comienzos de diciembre, cierra el ciclo.
III. La Segunda Adonia, una ceremonia de clausura
Las migas de pan y las semillas alrededor de la estatua de Deméter nos auguran un buen final, lleno de bendiciones y beneficios. Este gesto no es un simple augurio, sino un pacto. Es la siembra ritual en el mismo corazón del invierno. Le decimos a la tierra: "Aquí te devolvemos tu simiente, confiamos en que la guardarás en tu seno". Algo similar ocurre con la representación de nuestra propia muerte en la segunda Adonia. No es una fiesta de la muerte, sino una ceremonia de clausura. Así como se recogen las últimas cosechas, se recoge el año. Representamos nuestro fin no como un término, sino como un acto de siembra con vistas a un renacimiento futuro.
IV. El silencio sagrado y la promesa del renacimiento
Tras la clausura, se inician los meses muertos. Un silencio desde el 5 de diciembre al 1 de febrero, solo quebrado por el solsticio y el fin de año para los hombres. Las mujeres comienzan el año religioso antes, con el plenilunio de Hera. Este silencio no es una ausencia, sino una gestación; es el útero del tiempo. En esta quietud, Apolo, agazapado, genera un aura sobre los meses muertos. El dios solar, lejos de ausentarse, se transforma. Ya no es el Apolo radiante y explícito, sino un sol semilla que arde bajo la tierra. Su aura no calienta la piel, sino las raíces del mundo y del alma, hablándonos de resurrección y renacimiento. Es la luz latente que garantiza que el solsticio no sea una derrota, sino el punto de inflexión secreto. Ante esa promesa del retorno a la vida, nos abandonamos a la hibernación cósmica, confiados en que toda muerte es, en verdad, un descanso que prepara el renacimiento.

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