Tanto Hesíodo como Ovidio nos relatan que la Humanidad ha conocido distintas formas en el tiempo, las Edades.
Así, en el pasado más remoto, Dioses y el Hombre compartían una misma bienaventuranza: vivían "con el corazón libre de preocupaciones, sin fatigas ni miseria; no
se cernía sobre ellos la vejez despreciable, sino que, siempre con igual
vitalidad en piernas y brazos, se recreaban con fiestas, ajenos a
cualquier clase de males. Morían como sumidos en un sueño" (Blanch, 1996).
El Hombre de Oro vivía en una eterna juventud, ausencia de dolor y maldad, perfección moral.
El Hombre de Plata vive en un mundo distinto, aparecen las estaciones y con ellas, los primeros hogares. Se refugia en las cuevas y dada su escasa inteligencia al compararla con su predecesor, encuentra en la agricultura y la ganadería un modo de subsistencia.
Una vez abandonado el hogar paterno, "vivían poco tiempo, llenos de sufrimientos, a causa de su ignorancia;
ya que no podían alejar de sí la insolente violencia ni querían dar
culto a los inmortales, ni hacer sacrificios en los altares".
El Hombre de Bronce es un guerrero nato, serviles a Ares, vivían guerreando violentamente. "No comían pan, sino que tenían un aguerrido corazón de metal". Tenían enorme fuerza y construían sus armas y casas con esta aleación de cobre y estaño.
Nosotros somos el Hombre de Hierro. Obsesionados con la posesión y de enorme pequeñez, nuestras vídas se pierden utilizando formas que los Hombres de Oro no conocían: mi y mío. Bajo el yugo de enormes preocupaciones, crímenes y males, su alegría se empaña con la amargura. Condenados a la vejez, al conflicto y a la muerte, tienen un oscuro porvenir.
En "Los trabajos y los días", Hesíodo augura que Zeus destruirá a nuestra estirpe cuando "nazca con blancas sienes". Considerando nuestros coqueteos en los laboratorios ¿faltará mucho?
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