Bajo el catolicismo,
Europa vivió una transformación substancial en el aspecto religioso que terminó
extendiéndose por todo occidente: el divorcio definitivo entre la sexualidad y
la espiritualidad.
Esta religión no
sólo dictamina que presbíteros, obispos y hasta el mismísimo Papa tengan que
renunciar, al menos teóricamente, a su sexualidad, sino que también hace que su
peculiar panteón -Cristo, virgen María y Dios- figuras carentes de sexualidad.
El que la
sexualidad sea considerada el antónimo de la espiritualidad es consecuencia de
esta visión de lo mundano contrapuesto a lo divino. El sexo no forma parte de
la concepción de Cristo y tampoco es relevante en la creación de dios padre.
Algo tan
relevante hace que el Panteísmo, en cambio, sea visto por los católicos como una
religión de fornicadores. Dioses que copulan, violan, secuestran, aman, se
apasionan y engañan. Dioses que tienen hijos entre ellos independientemente de
sus alianzas y compromisos, no parece sano ni natural en la mentalidad occidental del siglo XXI. Y esto es así porque, obviamente, nuestra moral está mucho más
relacionada con la moral victoriana del XIX que con la de los atenienses bajo
el siglo de Pericles.
Pero volvamos a
lo divino. Si nada es más natural que la procreación ¿por qué excluir a lo divino
de lo natural? o ¿por qué no creer que el sexo sea una forma de abrazar lo
divino?
El dodecateísmo
tiene ejemplos en donde la unión entre lo femenino y lo masculino es tan
íntegra y perfecta como la de Afrodita y Hermes. Por más que Hermes no fuera su
esposo, el hijo de ambos fue Hermafrodito, un dios capaz autofecundarse, digno
de toda admiración en un mundo mortal en el cual los seres superiores, por sí
mismos, no pueden tener descendencia. Un ser hermafrodito tiene una profunda
implicación espiritual. Y Hermafrodito no es más que un ejemplo de cómo la
espiritualidad y la genitalidad están relacionadas.
Los ritos
religiosos actuales que incluyen actos sexuales son considerados abominables o,
como mínimo, delictivos. ¿Acaso el orgasmo no puede ser un acontecimiento de
una enorme trascendencia emocional y metafísicamente hablando? ¿Por qué excluirlo de las
áreas en las cuales puede encontrarse un contacto con lo divino?
Muchas religiones
de oriente mantienen la espiritualidad en buenos términos con la sexualidad, y
no necesariamente una sexualidad que vulnera nuestros derechos individuales legítimos.
Lógicamente, la institucionalización de los ritos sexuales abre un debate sobre
los límites morales de la religión, por eso una solución actual pasa por
respetar las voluntades individuales.
¿Por qué mantener
una división cartesiana entre cuerpo y espíritu si el individuo es uno? ¿Por qué
la mayor dimensión emocional aceptada por la religión es un éxtasis asexuado?
Freud y Lacan
reinterpretaron los “mitos griegos” y renovaron sus dimensiones. Hoy podemos
aceptar, sin necesidad de recurrir al método científico, únicamente mediante la
antigua introspección y el sentido común, que la muerte y la sexualidad son dos
acontecimientos de una enorme trascendencia para la psiquis. Teniendo esto en
cuenta, tal vez el retorno religioso hacia ambos acontecimientos forme un dilema
que cada uno de nosotros haga bien en resolver en algún momento de su vida.
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