Por todo lo
que hemos comentado hasta ahora, está claro que Hera no es “la madre de los
dioses”. Ahora bien, tampoco es la diosa de la maternidad, dista mucho de ser
un signo de ternura y cuidados neonatales. La diosa se relaciona mucho más, y así
lo defendemos desde aquí, con las sociedades matriarcales de la
prehistoria.
Dentro de
esa contextualización, hay algo entre la relación madre-hijo, entre Hera y
Hefesto que no se nos escapa: la imperfección del dios. Distintos autores
intentaron trazar un paralelismo entre la supuesta partenogénesis de Hera y la
de Zeus. Al fin y al cabo, ambos dioses engendran “solos”, respectivamente, a
Hefesto y a Atenea. Queda claro que el producto de Zeus es intachable, pero no
que ello necesariamente debe ser interpretado como ejemplo de patriarcado.
Hablar de partenogénesis en ambos casos es que ignorar la naturaleza mental de
Atenea y por qué nace del cráneo de Zeus, ¿para qué forzar un
paralelismo?
Hera, con o
sin ayuda -dado que Hesíodo afirma en “lo engendró sin ayuda de varón” pero
Homero señala lo contrario- da a luz a un hijo deforme. Eso es lo inconcebible.
Es uno de los misterios mayores de la Hera: la imperfección de su hijo, su
escasa descendencia y la forma en la que intenta ocultarlo.
Esa forma
nos retrae al monte Taigeto, a las prácticas más primitivas de eliminación de
los discapacitados. Nos conduce a Artemisa. En esa acción, la diosa confirma su
naturaleza pre-clásica, indomable y arcaica que podría fácilmente ser
confundida con la hermana de Apolo.
El
procedimiento es llamativo, dado que había infinitas maneras de eliminar a un
hijo no deseado, pero Hera recurre a aquella que la conecta con sociedades
ancestrales.
Fue Plutarco
quien afirmó que los espartanos tenían por costumbre eliminar la descendencia
malformada arrojándola del valle Apotetas del Taigeto. Sea esta precisión
cierta o no, es verosímil creer que en las sociedades de la antigüedad -y de la
modernidad- eliminaban a la descendencia por causas diversas a través de
prácticas ritualizadas. Pero no podemos circunscribir esto únicamente a la Edad
Antigua si recordamos el oratorio inca del niño del cerro El Plomo.
La cojera de
Hefesto, el dios de la fragua, no puede extrañar a nadie. De hecho, es fácil
entenderla y en estos días volveremos sobre ello, lo que resulta llamativo es
que sea hijo de Hera.
Otro aspecto
a considerar es la pésima relación Hera y Hefesto más allá de la caída del
Olimpo. Hefesto acaba diseñando una trampa que impide que su madre pueda
abandonar el trono, y ante su inconmensurable habilidad, todo el Olimpo acaba
cediendo a sus exigencias. Es el retorno al mundo celestial, en donde Hefesto,
siempre indigno y en lomo de burro, acabará siendo validado como el más
creativo e ingenioso de los dioses. Para lograrlo impone su venganza: humilla a
quien lo humilló y avergüenza a quien se avergonzaba de su fealdad: Hera. Es la
justicia divina.
Alfonso
Reyes, al analizar el mito, afirma que al ser interpelado sobre la trampa que
le tendió a Hera, Hefesto clama: “Yo no tengo madre” y uno no puede más que
admitir que esto es tristemente cierto.
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