V a.n.e.)
Las almohadas mullidas, las sábanas tendidas con pulcritud, la limpieza de cada rincón son una ofrenda a Hestia, la diosa serena que vela por la casa. Su presencia invisible es más real que el techo que nos cobija, pues sin ella, el hogar no sería más que un montón de piedras. Hesíodo nos recuerda que Hestia ocupa el primer y el último lugar en toda libación, pues así como preside el inicio de todo, su bendición nos despide al partir.
Después de compartir la comida y la bebida, acompañaremos el postre con conversación. La hospitalidad es más que un deber, es un reflejo del orden sagrado. Un dodecateísta puede aspirar a la gloria, a la riqueza o a la sabiduría, pero jamás puede ser un mal anfitrión.
Por eso, cuando llegue la hora de la despedida, no queremos que nuestro invitado se marche sin un atisbo de nostalgia. La casa y su llama han de grabarse en su memoria como un santuario de calma en medio de las inclemencias del mundo.
El plenilunio nos recuerda que hay algo sagrado en el espacio que llamamos nuestro. Durante esta noche, el hogar se convierte en templo, y su fuego en altar. La llama de Hestia brillará sin apagarse en los próximos 28 días, extendiendo su luz sobre nuestras noches estivales. Mientras su fuego arde, sabemos que pertenecemos a un refugio, a un centro inmutable en el transcurrir del tiempo.
Compartir ese refugio con otro es el acto más puro de gratitud. Por eso, bajo la luna llena, entre las voces de los invitados y el crepitar del fuego, honramos a Hestia no solo con palabras, sino con el calor de la casa abierta, con la dulzura del pan partido, con las bebidas que fluyen generosas y la compañía que, por una noche, nos hace sentir que en ningún lugar del mundo estaríamos mejor que aquí.
Subrayemos la importancia de la xenía, o hospitalidad, tal como en la cultura griega antigua, donde se consideraba que los dioses, especialmente Zeus en su papel de protector de los huéspedes y mendigos, enviaban a los extranjeros y necesitados. Por lo tanto, ofrecer hospitalidad no solo era una norma social, sino también un deber sagrado.
En el Canto XIV de la "Odisea", Eumeo, el fiel porquero de Odiseo, acoge a un extranjero sin saber que es su propio amo disfrazado. Durante su conversación, Eumeo afirma:
"No es mi ley, forastero, afrentar al que viene, aunque sea más mezquino que tú, pues es Zeus quien envía a los mendigos y extranjeros errantes que el bien más pequeño agradecen que les damos."
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