Atenea y Poseidón: Dioses rivales
I. La contienda divina
La tradición más conocida sobre el origen de Atenas como ciudad consagrada a la diosa Atenea aparece en autores como Apolodoro en su "Bibliotheca", Pausanias en su "Descripción de Grecia" y más veladamente en algunas tragedias e himnos.
Se cuenta que, en un tiempo primigenio, cuando aún no se había otorgado el patronazgo divino de la ciudad que más tarde se llamaría Atenas, dos deidades poderosas rivalizaron por su tutela: Poseidón, señor de los mares, de los caballos y de los temblores de la tierra, y Atenea, diosa de la sabiduría activa, de las artes, la defensa justa y la civilización. Ambos deseaban otorgar su protección a la ciudad recién nacida, pero solo uno podía ser reconocido como su patrón legítimo.
La disputa no se resolvió por combate, como podrían sugerir otros relatos de conflicto divino, sino mediante un gesto fundacional: cada deidad debía ofrecer un presente a la ciudad. Los ciudadanos —en otras versiones, los doce dioses olímpicos o el propio rey autóctono Cécrope— juzgarían cuál de los dones era más valioso, y en consecuencia, decidirían el patronazgo. Este formato de resolución no violenta ya revela el tono cívico y deliberativo del relato: una elección pública basada en la utilidad y el simbolismo de los dones, no en la imposición de la fuerza.
Poseidón fue el primero en presentarse. Golpeando con su tridente la roca de la Acrópolis, hizo brotar una fuente salada o, según algunas versiones, un caballo. En el caso del agua, esta era de mar, no potable, lo que refleja su conexión con el elemento líquido y la navegación. En el caso del caballo, se ofrecía una criatura veloz, símbolo de guerra y movilidad, pero también de conflicto. Ambos dones revelan la fuerza bruta y la agitación asociadas al dominio poseidónico: su poder no se somete.
Atenea, por su parte, ofreció un olivo. La tierra se abrió donde ella lo plantó, y de allí brotó un árbol que ofrecía frutos comestibles, aceite para el cuerpo, combustible para lámparas, madera para construir y hojas que no caen en invierno. Su don era modesto en apariencia, pero inmensamente beneficioso en la práctica. No solo simbolizaba la paz y la continuidad, sino también el arte de vivir con mesura, el trabajo agrícola, la luz, la economía y el hogar. Era un regalo civilizador, que no impresionaba por su violencia, sino por su capacidad de sostener la vida y la polis.
Apolodoro cuenta que fue el rey Cécrope quien actuó como árbitro, y declaró vencedora a Atenea por haber ofrecido el don más útil. Pausanias afirma que el olivo fue conservado y venerado durante siglos en el Erecteion, donde se mostraba a los visitantes el lugar exacto del prodigio. Aquel árbol sagrado, descendiente del original, se mantuvo con cuidado, y su presencia testimoniaba no solo el favor divino, sino la elección de un modo de vida. A partir de entonces, la ciudad pasó a llamarse Atenas, en honor a su nueva protectora, y se instituyeron ritos, festivales y monumentos en su honor, entre ellos las Panateneas y el Partenón.
II. Interpretando los resultados
La elección del olivo sobre el agua salada o el caballo no es un simple gesto arbitrario. Representa una toma de posición cultural: entre la agitación del mar y la solidez del árbol, los atenienses eligieron la estabilidad fecunda; entre la guerra y el arte, la estrategia; entre la fuerza impulsiva y la inteligencia reflexiva, la segunda. Esta decisión no implica desprecio hacia Poseidón —que fue venerado como Erechtheus en el mismo Erecteion, con su propio pozo salado y su tridente impreso en la roca—, sino una jerarquización de valores. Atenas no rechazó al dios del mar, pero lo subordinó a una diosa que encarnaba el equilibrio entre fuerza y razón.
Desde un punto de vista teológico, la historia encierra también una lección sobre la cooperación entre el principio masculino y el femenino. Atenea, aunque guerrera, representa una fuerza contenida y lúcida, que protege sin devastar. Poseidón, aunque paternal y fecundo, representa una fuerza irredenta. El relato no niega la validez de ninguno de los dos dioses, pero señala cuál de sus cualidades debe prevalecer en una comunidad que aspira a la justicia y al florecimiento humano.
Este relato fundacional perdura no solo en textos, sino en piedras: el Partenón, consagrado a Atenea Parthenos; el Erecteion, que honra tanto a Poseidón como a la diosa; las Panateneas, que recorrían la ciudad y culminaban en la Acrópolis; y la antigua estatua de Atenea Promachos, que se alzaba entre el mar y la ciudad como escudo de ambos mundos. Incluso en el teatro, cuando las Erinias son transformadas en Euménides por la palabra de Atenea, se repite la misma lógica: una resolución pacífica, deliberativa, orientada al bien común.
Así quedó sellado el vínculo entre Atenea y la ciudad que lleva su nombre. La diosa no fue impuesta por la fuerza ni asumida por temor, sino elegida por sus dones y por el orden que representaba. Esta elección fundó no solo un culto, sino una ética: la de una comunidad que busca en la intelectualidad, la mesura y la previsión el principio rector de su existencia.
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